sábado, 21 de noviembre de 2015

ES TU ACTITUD LA QUE CUENTA





La funda de K-Chitos  que amortiguó mi vergüenza!


Hay un grupo de vivencias en el mundo de cada persona, que bien vale la pena, registrarlos en algún lienzo, hoja de papel, video, o  cualquier medio que se convierta luego, en un inventario de recuerdos al cual acudir en momentos de necesidad.  Necesidad de reírnos un rato, de volver a sentir emociones; quizás de percibir algún aroma del pasado.  Tantas cosas que las dejamos pasar, pues nos saben a detalles sin importancia o tal vez, que no merecen ser registrados en ningún capítulo de la historia, pues son cosas del día a día.

Soy de esas personas, que si tuviera más tiempo, registraría cada situación especial o no,  que se presenta en mi diario vivir, para voltear a ver de vez en cuando,  a  esa parte de la historia que se me quedó en el retrovisor.   Es bueno, en especial, cuando se trata de gratas, novedosas, o nuestras locas historias.

A propósito de estas experiencias, hubo una que me dejó marcada para siempre. Un recuerdo que prevalece con su huella indeleble, en medio de mi rodilla derecha.  Valdrá la pena, dedicarle unos minutos, para traerla de regreso, como algo curioso,  que pasó en medio de mi particular y maravillosa experiencia de ser madre.

Sucedió hace dos años: 
Mi hijo, de 15 años en aquel entonces, solía pedirme que le acompañe a los conciertos de algunos famosos DJ’s o artistas que llegaban a Quito, eventos que se volvían, el deleite de los oídos de la juventud. 

Uno de estos eventos,  se llevó a cabo en el Coliseo General Rumiñahi.  Como era de esperarse, mi hijo me invitó para que lo acompañe, junto con otros cuatro amigos a tan importante acontecimiento.    Llegamos al Coliseo como a eso de las 17h00.  Ingresamos al graderío y, como siempre, (mal hecho), en lugar de bajar por las gradas, comenzamos a saltar de fila en fila, pretendiendo llegar más rápido, a la primera fila, me parece era, de la zona de la general.  “Cuidado chicos, una caída aquí puede ser muy grave”.  “No se perderán”; “síganme que yo les ubico suuuper  bien, ya verán”;  “Hijo, no baje tan rápido que puede caerse”. 

En fin, tanta recomendación, sin percatarme de que la que tenía que andar con cuidado era yo.  Tantos años más que ellos, no me garantizaban la misma energía, ni agilidad, ni el estar tan “pilas”, como los chicos.  “Ok mami, tú solo anda adelante y te seguimos”, contestaba mi hijo y cuando regresaba a ver a los chicos, también ellos me seguían con la mirada, como si fuera yo la "manager" de este grupo juvenil.  “Vamos bien” pensé en mis adentros. “responsabilidad ante todo con ellos, deben regresar sanos y salvos”, me decía a mí misma.

Ya casi al llegar a la primera fila, de salto en salto, vi por delante,  un pequeño muro, que separaba las diferentes zonas del Coliseo.  En el piso,  se perfilaba perfectamente, la sombra oscura de aquel muro de color anaranjado.  “Listo, estamos ya casi llegando a la mejor posición”, les mencioné.  “vieron que yo también soy pilosa?”, les dije y acto seguido, pisé la "sombra" de aquel muro.   No sé lo que sucedió en esos breves segundos, sólo sé que mi cuerpo perdió el equilibrio, comenzó a bajar como en cámara lenta y en cuestión de segundos, estaba metida en un canal oscuro;  en cuatro extremidades, mirando un piso en el cual yacía caída una funda de K-Chitos, con su típico personaje de cachos rojos que me miraba diciéndome “picante”.  “Carajo, qué iras”, “K-Chito de mier…”, me decía a mí misma, al fin y al cabo, con alguien tenía que desquitarme en ese incómodo momento.    
Entonces, escuché un grito que me decía “por Dios mamita…” y una mano apareció de la nada junto a mi cara: “le ayudo señora?”  regresé a ver hacia arriba, y era un caballero que tenía una cara de espanto y me miraba con el ceño fruncido.  “No gracias, estoy bien”, le respondí.  ¿Estar bien? Hummm…. me dolía intensamente la rodilla derecha.  “déjeme nomás”, le insistí, “estoy bien”.  Sólo quería que me pase algo el dolor, para levantarme y continuar con mi periplo de búsqueda de un asiento que me permita ocultar mi rostro de la cobija de tanta mirada que,  sentía,  me cubría en ese instante. 


“Ma, qué pasó pues?”, me reclamó mi hijo con voz de autoridad. “nada, no ve que así mismo bajo las gradas?, llego más rápido”, le respondí pero con un aire e ironía y muy enojada. “Todo es por su culpa, por no haberme tomado de la mano, de un brazo, de la cartera,  de algún lado pues, yo soy media ciega”, le señalé, como queriendo que por un instante sienta algún sentimiento de culpa, para dividir la mía.  Dicen que culpa compartida, es menos culpa.  “Ay ma, qué terrible tu forma de bajar, cada salto que dabas, parecías un venado, jajajaja…..obvio que te ibas a caer” me refutó, concluyó con “Qué vergüenza maaaa de mis amigos”.

En fin, para no alargar la historia, me levanté despacio, coloqué mis manos en la grada y comencé a aparecer “de la nada”.  Primero mi cabeza y luego, el resto de mi cuerpo.  Cuando miré al graderío que estaba al frente de mí, hacia arriba, percibí, como más de 50 personas me miraban fijamente;  unas con cara de susto, otras con una ligera sonrisa cómplice de alguna risa que habrá brotado con oportunidad. 

Los amigos de mi hijo corrieron a tomarme de la mano, otros del brazo y otros de la cartera.  Me sacudí la ropa, levante mi pierna izquierda y salí ligerito de aquel canal responsable de mi caída abrupta.  “Canal pendejo” le dije regresándole a ver, “te confundí con una sombra”. “al menos si hubiera un letrero” pensé. 
En fin, llegamos a los asientos, se apagaron las luces y comenzó la bulla, gritos van,  gritos vienen.  Yo aprovechaba gritando para desahogarme un poco, quitarme el estrés de la caída y disimular a chillidos, el dolor que tenía en mi rodilla derecha.  “Te estas divirtiendo mamita?”, me preguntó mi hijo. “Obviamente”, le respondí.   La verdad, el dolor fue pasando y comencé a adaptarme al ambiente de fiesta juvenil que había dentro del Coliseo y me sentí como quinceañera humilladamente feliz.   La estaba pasando chévere, la música estaba buena, para que también.


De pronto, terminó la música, y todos a gritos pedían a los dj’s “otra”, “otra”, “otra”.  Al mismo ritmo,  yo también gritaba “Ya no”, “ya no”, “Ya no”.  Igual con tal bulla, nadie se dio cuenta  de mis pedidos.  No hubo otra, se encendieron las luces y comenzó nuevamente, otro periplo, el de la salida.  Otra vez, en lugar de tomar las gradas, y con inmenso sacrificio de mi parte, decidimos saltar hacia arriba de fila en fila (sucede cuando no se aprende las lecciones).    Una vez más, les decía a los chicos, “cuidado con las gradas”, a lo que me regresaban a ver con mirada reclamante, como diciendo “cheeeee vos fijáte” (es que en argentino se explica mejor lo que quiero expresar). 

La gente salía y yo seguía con mis recomendaciones “chicos, todos juntos”, “no se pierdan”, “agárrense de las manos”, a esto último nadie me hizo caso.  Regresé a ver una vez más, hacia abajo, en dirección al muro, como tratando  de hacer una brevísima reconstrucción de los hechos.  Como  despedida silenciosa y de la nada,  apareció de pronto un mediano cartel en la parte superior de la malla que salía de aquel muro anaranjado.  El letrero anunciaba a viva voz y  con sus letras rojas, por cierto, muy llamativas “Tenga cuidado con el canal”.

 

 

sábado, 22 de agosto de 2015


MUJERES, A APRENDER DE LAS LECCIONES DIARIAS QUE NOS DAN LOS HOMBRES…


Siempre me he preguntado, luego de mis más de 30 años de experiencia empresarial, el por qué el triunfar en el mundo laboral, resulta más complejo para nosotras las mujeres.  Muchas veces, quizás de manera errada, hemos culpado a nuestros colegas los hombres y al machismo, sobre las circunstancias que rodean a los obstáculos con los cuales nos encontramos en la jornada diaria de trabajo.  Digo “errada”, pues definitivamente, ellos no son los culpables de aquello que nos acontece en un 100% y decir que los caballeros son la causa de todos nuestros males, realmente se constituye en una completa falacia y exageración.

Durante muchos años, previos a la posición laboral que tengo ahora, a parte del quehacer diario en la empresa en la cual trabajaba, dedicaba algunas de mis horas semanales a impartir capacitación en diferentes temas, a empresas públicas y privadas;  mi audiencia en su mayoría,  casi siempre, era personal femenino. En aquella época de mi vida laboral, habré conocido al menos, unas 3000 mujeres empresarias.   Me acostumbré a tratar a mis compañeras de género y a conocernos como mujeres un poquito mejor,  en cuanto a las motivaciones que rigen nuestro actuar, en especial, en el fascinante mundo empresarial.    En esos talleres era común dialogar acerca de las dificultades que teníamos las mujeres en el manejo de nuestras relaciones humanas, de hecho, la efectiva comunicación y las habilidades interpersonales,  eran algunos de los temas que impartía como capacitadora.  En algunos casos, recibía testimonios de quien me decía que  se llevaba estupendamente bien con alguien (otra mujer) y al día siguiente, esta relación tocaba fondo, pues había surgido algún desacuerdo entre ellas,  por lo cual ya las cosas nunca volverían a ser igual que antes; así de crítico.  Por mi parte, seguía recogiendo experiencias ajenas para entender de mejor manera lo que estaba sucediendo en el comportamiento de mis congéneres femeninas. 

En cuanto a los caballeros, podía confirmar como, con los mismos desacuerdos que surgían entre las mujeres o incluso de más peso, al rato los colegas estaban bromeando, dándose palmadas en las espaldas o invitándose unos a otros a fumar un cigarrillo en el área de fumadores (generalmente la calle).  Mejor aún, a veces se los encontraba más tarde, a la salida del trabajo, tomando una cerveza en algún bar de la Mariscal. 

Esta conjugación de vivencias, como capacitadora y en mi mundo laboral de más de 30 años,  me llevó a sacar mis propias conclusiones, que luego pude, con algo de certeza, percibir que era un hecho común en nuestro mundo tan competitivo, en el cual, al hombre generalmente, le echábamos y le echamos aún la culpa, por nuestras fallas al cosechar victorias en el mundo empresarial enmarcado por la competencia.    Gaby Vargas en uno de sus libros sobre superación personal decía que las mujeres estábamos acostumbradas a competir con los hombres; que era lo natural, parte de la cultura aprendida y que además, nos habíamos adaptado a concebir que ellos eran nuestra mayor competencia, valga la redundancia.  Que en el momento en el cual, veíamos que una mujer estaba progresando, dando pasos hacia adelante en avanzada, y que se acercaba a la cima, éramos las mismas mujeres quienes poníamos dificultades en su camino para evitar que logre conquistar la cúspide, pues se convertía de inmediato en nuestra mayor competencia y peor aún, nos sacaba de inmediato del esquema acostumbrado, esto es, competir con los caballeros.    Escuchaba una entrevista a la Sra. Dianne Feinstein, senadora de California, hablaba sobre la discriminación en el mundo laboral y de la política para con las mujeres, ella manifestaba que:   “lo que quiera que sea que haga la mujer, tiene que hacerlo el doble de bien para que se le considere la mitad de buena,  por suerte, eso no es difícil”.    Es verdad, es una realidad esta afirmación y lo he podido comprobar en mi día a día de este camino que me ha correspondido seguir desde tantos años atrás.  Considero que en muchas ocasiones, somos las mismas mujeres quienes no permitimos que otras triunfen o logren sus objetivos, en especial, los profesionales, pues nos pesa el que otras sean quienes lideren los avances, los logros y no nosotras.  Esta competencia, nos saca del esquema acostumbrado y nos ponemos a la defensiva y vamos creando resistencia.

En el contacto con otras mujeres y dialogando con ellas, he podido ver como tantas  han criticado implacablemente el trabajo de otras, y les han restado créditos a los buenos resultados obtenidos por propio mérito.   He visto también, como las mujeres pudiendo apoyar a otras, han preferido hacerlo con quienes serían, supuestamente, su mayor competencia, los hombres.  Recuerdo como en una ocasión, en uno de mis talleres, una de mis alumnas contaba su experiencia:  se trataba de una abogada, quien estaba ascendiendo en su empresa a una posición de muy alto rango.  En el momento de recibir la recomendación de su jefe inmediato para esta posición, la líder del área, argumentó que ella  trabajaba mejor con los varones y que se sentía muy cómoda con ser la única mujer gerente de la empresa.  Que además, las mujeres éramos muy buenas para organizar eventos y no para dirigir o para armar una estrategia a la hora de liderar especialmente, una crisis del negocio y que adicionalmente, éramos demasiado conflictivas.  Obviamente en el momento de tomar la decisión por parte de esta líder, fue un caballero quien alcanzó el ascenso. 

Al parecer, a esta mujer le costó demasiado llegar a donde estaba,  precisamente por contar en su equipo de gestión con otras mujeres, quienes se hicieron a un lado en el instante de apoyarla con su recomendación, y sí lo hicieron para con un hombre.  No es sino, porque la gerencia de la empresa estaba al tanto de lo bien que se desempeñaba como profesional y persona,  que decidió colocarla en uno de los puestos de mayor jerarquía dentro de la empresa.   En este caso, la historia se replicaba como una especie de retaliación a lo que ella había vivido algunos años atrás, pues optó, una vez más, por un caballero para una función de liderazgo.

En mi caso particular, recuerdo como, cuando en una empresa en la cual laboraba hace 20 años atrás, una compañera,  luego del premio que yo recibiera como la mejor empleada de la función, ganándome un viaje a una convención internacional, comentó:   “ese premio lo dan por turno, te llegó la hora”, más tarde ella mismo señaló “el invitar a los jefes a la graduación de la universidad, ha sido la clave para lograr un reconocimiento”, pues días antes había celebrado mi graduación como analista de sistemas informáticos.    No puedo aseverar por cierto, que esa fue la actitud de todas mis compañeras mujeres.   Por su parte mis compañeros varones, muy gentiles,  se acercaban a mi escritorio, para felicitarme, darme un abrazo y reconocer públicamente, que el galardón era muy bien merecido por el trabajo desempeñado, por el valor agregado que le había impreso a mi gestión y porque decían, que era “justo y necesario”.    En fin, en ese momento, recuerdo, liberándome de todo prejuicio, pude disfrutar plenamente del premio recibido y puedo aseverar, que fui feliz porque así lo decidí yo. Nada podía opacar lo contenta que me sentía y con la motivación de seguir adelante en el trayecto.  El mundo competitivo de ese entonces era complejo y discriminatorio para las mujeres, tal cual ahora lo es también, pero  con menos machismo.  La competencia se da hoy, por el alto grado de preparación que tienen los jóvenes quienes salen de las universidades, con deseos de conquistar el mundo.   A buena hora por nuestras jóvenes mujeres.

Me pregunto y les pregunto a nuestras colegas mujeres profesionales, ¿Qué debemos hacer nosotras para ayudar a otras a lograr sus metas, sus objetivos y sueños?.  ¿Por qué tan pronto vemos que alguien habla bien o muy bien de otra colega, buscamos la manera de opacarla con un comentario, a veces fuera de lugar?;  o también hay quienes por subir velozmente a la cumbre, minimizan las conquistas de otras mujeres, les restan créditos y hasta son  capaces  de inventar historias falsas que las mismas mujeres nos las creemos, sin permitirnos siquiera verificar si aquello que nos han dicho es real, es cierto, pues como todos los sabemos, todas las historias tienen dos versiones y es de personas inteligentes, sensibles y sabias, el buscar las dos, previo a  emitir un posible errado o acertado  juicio de valor. 

Por otra parte, a muchas personas  les he visto y escuchado hacer diferenciaciones como la siguiente:  cuando una mujer levanta su voz en la oficina, porque algo le molestó, enseguida la tachan de “histérica”, cuando  es un hombre quien lo hace, le dicen que es “exigente”.  Cuando una mujer llora en la oficina, le dicen que es “cursi”, que está en “sus días”.  Cuando un hombre llora en la oficina, lo calificamos de “sensible”.  Entre otras evidentes diferencias.  Esas son las circunstancias que nosotras mismos vamos creando y sin razón.

Deberíamos estar conscientes las mujeres y todos, que siempre habrá aquella persona, que por “venderse bien” a sí mismo, no le importará adjudicarse créditos que no le corresponden y, peor aún, echar tierra y enlodar a los y las demás, tan sólo por considerarlas su potencial “competencia” y no necesariamente, para ocupar un puesto determinado, sino  un lugar privilegiado en la mente y percepción de quienes pueden decidir a quién reconocer y dar créditos cuando llegue la oportunidad.

Por las vivencias de otras mujeres, algunas amigas cercanas,  puedo afirmar que el problema de competencia en el mundo laboral para las mujeres, tiene entre otras, una causa más.  Somos las mismas mujeres, quienes no nos damos la mano cuando la requerimos.  Somos las mismas mujeres las que nos pisoteamos muchas veces entre nosotras, para no permitirnos  salir adelante; tal cual es la moraleja de la olla de cangrejos, en la que, cuando uno quiere salir, los otros le agarran con fuerza, aferrándose a su cuerpo para que no pueda hacerlo.  A la final, todos vuelven a caer al fondo.

Conversando con colegas y amigos hombres, puedo destacar su alto grado de solidaridad entre ellos.  Los hombres  son solidarios con los de su género, en las buenas y en las malas, y hasta en el peor de los chistes,  se festejan unos a otros.  Si alguno de ellos cometió un error, enseguida tratan de disimularlo.  Deberíamos aprender de ellos!. 

MUJERES, Ya es hora de dar un vuelco.  Acabar con ese comportamiento destructivo entre nosotras.  Dejar de castigarnos con críticas que no construyen.  A todas las mujeres nos tocará  aprender de los caballeros.  Ser mucho más solidarias entre nosotras, como lo son ellos.  Saber que si una mujer triunfa, detrás de su éxito está el de otras mujeres. Convencernos de una vez por todas, de que las mujeres tenemos cualidades, habilidades y destrezas que  nos pueden ayudar a llegar a nuestra propia cima. Que somos hermosas, que cuando nos miremos al espejo digamos, “qué preciosa mujer la que estoy mirando”.  Que somos capaces de conquistar nuestros sueños. Que somos fuertes e inteligentes; que estamos listas y preparadas; sin temores ni complejos.  Estar convencidas de que el apoyo de género es imprescindible a la hora de avanzar por un camino, que de por sí, ya es complicado.   El volvernos generosas con los créditos ajenos y reales de las demás.  Sólo hablar de otras,  cuando lo que tengamos que decir de las demás tenga connotación positiva.


En definitiva, busquemos ser más mujeres y rescatar todo lo positivo que llevamos dentro.  Nuestras capacidades, al igual que las de los caballeros son ilimitadas, si nos proponemos y respaldamos entre nosotras.  No les pongamos barreras u obstáculos a los caminos de otras.  Démonos las manos, sin necesidad siquiera de pretender llegar a ser “mejores amigas”.   Sintamos que si a la una le va bien, a todas nos irá mejor.  Que si otros hablan bien de una mujer, están hablando también, en el mismo sentido, de nosotras.  Que si la una se cae, esa caída se puede convertir en un obstáculo en nuestro camino;  apoyemos para que quien caiga,  se levante pronto. 

Tengamos la mejor de las actitudes y dejemos de hablar bajito y en los pasillos de quienes pueden convertirse en un reflejo de nuestro propio yo. 

Dejemos de vernos como competencia, y transformemos nuestro actuar en cooperación.  En nuestras manos está el que más tarde, en cualquier espejo en el cual nos encontremos, quizás ya con algunas canas y arrugas en el rostro, podamos ver a una mujer honesta, leal, justa, ética, íntegra y,  sobre todo, solidaria.  Que ese reflejo no muestre algo que nos podría avergonzar.  Y que lleguemos a ser, no sólo la mejor profesional, si hablamos del mundo empresarial, sino algo más importante, como lo es,  el ser una verdadera mujer, con la mejor de las cualidades humanas, que la gente nos recuerde, no por lo que somos o hemos llegado a ser, sino por aquello que le hemos hecho sentir.

 

Ser mujeres  de éxito, no sólo depende de nosotras, también depende de quienes están a nuestro alrededor.  Ser solidarias, en todo el sentido de la palabra.


Ma. Fernanda León